Superman existe y habría estado en Parque Patricios.

(para vos, Clark Kent, o como te hagas llamar ahora…) 

Hay en Pepirí, frente a la Colonia de Vacaciones de Parque de los Patricios (o Colonia, a secas, como la conocíamos en aquellos tiempos) y a metros de Uspallata una plaza chiquita y en forma de triángulo. En el Triángulo jugábamos al fútbol.

Mi barra de amigos por aquellos tiempos era, por decirlo de alguna manera y tratando de elegir las palabras, ecléctica: porque cómo, habiendo tantos potreros en el barrio, elegimos una canchita de fútbol con forma de triángulo.

El Triángulo era una cancha difícil. Nuestros rivales siempre querían jugar en cualquier otro lado, pensando inocentemente que en un campo paralelepípedo aumentaban sus chances, pero nosotros siempre nos resistíamos obstinadamente. Nuestro plan de juego era simple cuando defendíamos el arco que daba al vértice: se achicaban los espacios y toda esa lata de los técnicos de fútbol aunque era un arma de doble filo porque nuestros rivales sólo tenían que encarar derecho por el lateral y llegaban a nuestro arco final e inexorablemente.

Las barras de Pedro Chutro o Cortejarena llegaban pasadas las cinco de la tarde, despues de la tarea, la leche y Piluso y Coquito (en ese orden) con la cantinela aburrida de jugar en la Plaza Esta o en la Plaza Aquella y, como todos los días que jugábamos de locales, empezábamos con nuestros frágiles argumentos a favor de las distancias, ”se nos va a hacer tarde”, “mamá no nos deja”…, etc.

Esa tarde de primavera nuestros rivales se hacían rogar. A las seis el equipo completo del Triángulo precalentaba sobre el arco del vértice, adelantándole a quienes nos quisieran desafiar que ese iba a ser nuestro arco y que no estábamos dispuestos a negociarlo.

Elio, Julito, Julio Medín, Antonio el correntino, Eduardo, Bizcocho y yo pateábamos distraídamente la Pulpo entre nosotros mientras mirábamos de reojo las esquinas de Pepirí y de Atuel, pero nadie aparecía.

Otra vez, y como tantas veces, nos esperaba un pesado partido de cuatro contra tres. Sería a cinco goles, cortito y aburrido y despues a casa a esperar las milanesas de la noche.

Cuando nos aprestábamos al pan y queso apareció Clark Kent. Perdonen que lo llame así, no intento ser enigmático ni ensayar un giro novelesco, pero si hubiese sabido su nombre (que a lo mejor lo dijo pero se perdió entre las nubes de la memoria) no lo divulgaría. Nunca desenmascaría a un superhéroe.

O las historietas escondían la verdad o nuestro héroe se camufló, pero lo cierto es que era rubiecito, chiquito y no tenía lentes. En un perfecto porteño preguntó:

- Puedo jugar?.

La mirada de Eduardo fue justo la que no hubiera querido ver en ese momento: bizqueando y con un brillo de malicia, como cuando tomaba carrera para patear sapos que vagaban desprevenidamente despues de la lluvia en la plaza que está enfrente del Hospital Penna (entre el Penna y el Churruca, para ser más exactos) en una competencia loca para ver quién los hacía volar más alto.

Creo que de alguna manera se relamió: a Eduardo le gustaba maltratar a propios y extraños con igual dedicación y repartía sopapos y puteadas socialistamente.

Estaba decidido. Elio al arco, Eduardo y yo medio en defensa y medio en ataque y Bizcocho adelante. Nuestro arco, por supuesto, sería el del vértice. Como Bizcocho tenía un problema en su ojo derecho, él atacaría por ese lado para tener una mejor vista del sector izquierdo y Eduardo o yo le daríamos una mano en el ataque.

El Rubiecito (Clark Kent) jugaba de delantero-delantero contra nosotros.

Eduardo, en un susurro, me dijo con su mejor cara de asesino serial:

- Dejámelo a mí…

En el primer avance de nuestros rivales el Rubiecito quedó frente a frente con Eduardo que salió a cortarlo. A cortarlo en dos, más precisamente, porque nunca tuvo intenciones de quitarle la pelota y demostrando que siempre le faltó la categoría que creía tener.

- Fue como tirarme a los pies de dos columnas, nos diría más tarde con los ojos aún llorozos y rengueando, camino a casa. Este pibe es de acero, repetía sin cesar.

En el cero-cuatro y con tres minutos de juego la verdad es que nos calentamos. No solo no podíamos pasar la mitad de la cancha (el rubiecito era infranqueable) sino que además nuestros amigos no paraban de gastarnos a los gritos. Era demasiado, nunca nos había pasado algo igual. Perder lo que se dice perder perdíamos casi siempre y estábamos como acostumbrados, pero que en nuestro propio Triángulo se burlen de nosotros requería un profundo replanteo del juego y un cambio de táctica. Propusimos que el correntino de defensor en el equipo rival estaba medio al pedo y que ya que no tocaba una pelota se pase a nuestro lado.

Nadie protestó y el rubiecito se dedicó los siguientes cinco minutos a gambetearnos a los tres como un lunático y perforar nuestra valla hasta de cabeza y con un auto-pase. Por lo bajo evaluamos con Eduardo seriamente pasar a Julio Medín a nuestro equipo y dejarle al rubio a Julito al arco, pero en el fondo sabíamos que nuestra suerte estaba echada, que nada cambiaría el resultado y que el bochorno y la humillación serían irremontables despues de proponerlo. Entonces nos dedicamos a lo que mejor sabíamos hacer: apretar los dientes y murra, murra y más murra.

El rubiecito no paraba de correr, robar pelotas, llegar en dos pasos al arco y definir de rabona. Nosotros solamente corríamos detrás suyo tirando patadas como estúpidos mientras él gritaba “gol”.

Unos minutos más tarde dimos por concluído el partido. No pudimos acertarle todas las patadas que le tiramos y las pocas que pegamos nos dolían más a nosotros.

Nos repartimos solidariamente las excusas: estoy acalambrado, se me hace tarde, mamá me llama o tengo que sacar al perro.

Los únicos con una sonrisa de oreja a oreja eran Julito y Julio Medín. Fue la única vez en su vida que ganaron un partido trece o catorce a cero y eso fue lo que los motivó a armar un partido para el día siguiente. El rubiecito sólo preguntó:

- A qué hora?.

Hay que reconocer que los superhéroes están hechos de otra pasta. No hizo ningún comentario capcioso. Ni un asomo de gastada. Debió ver en nuestras miradas la vergüenza.

- Hasta mañana, dijo y se fue en dirección a Caseros y La Rioja con un paso de lo más terrenal y que a nadie le despertaría sospechas.

Nosotros emprendimos el regreso (la retirada..) a nuestras casas mientras los Julios ensayaban algún comentario gracioso sobre el desarrollo del partido, pero en ese momento empezamos a ver la verdad de lo que nos había pasado. Cuando alguien dijo “este pibe no es de este mundo” todos nos miramos sorprendidos y empezamos a armar nuestras teorías y a explicar lo que nos había sucedido.

Al día siguiente el equipo del Triángulo esperó vanamente por horas, pero Clark Kent no apareció. Supimos, entonces, que intuyó lo que nosotros ya habíamos descubierto.

A lo mejor el tonto creyó que le haríamos alguna sucia jugarreta con kryptonita, o algo así, y prefirió no exponernos a un peligro desconocido.

Hasta que con los años nos fuimos separando siempre fueron el comentario del equipo del Triángulo aquellas pantorrillas de acero y esas rodillas de hormigón, aquella velocidad para llegar a la pelota, evitar una zancada con elegancia y usar sus superpoderes para hacernos un caño o definir al ángulo. Nos hubiera venido bien de nueve cuando jugamos con los pibes de Los Patos, que nos llenaron soberanamente la canasta y nos eliminaron en la primera fecha del Torneo de la Colonia. A lo mejor esa tarde no nos dejó plantados y nos estaba observando con su supervisión desde las terrazas del Hospital Churruca. A lo mejor con su superoído pispeaba a ver si nos deschavávamos con alguna frase cifrada.

A lo mejor Superman existe y anduvo una tarde por Parque Patricios.

A lo mejor… 

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