El Pequeño Larousse y los Balcanes.


El Pequeño Larousse Ilustrado es uno de los tantos recuerdos que conservo de mis padres. Durante años y años marcaba su lugar en la biblioteca, con su tamaño descomunal y su prepotencia, como un cinco castigador. Pero hay otras cosas tangibles, esas que se pueden tocar y conservar, que te marcan de chico y que a través de los años cuando las ves, te hacen poner los pies sobre la tierra. El Pequeño Larousse de 1943 fue como una ventana al mundo, lo hojeaba siempre y me abrió al “conocimiento”.

 

A veces como material de consulta en el colegio, un mapa (aunque hablara del Imperio Austro-Húngaro o del Congo Belga…) pero siempre encontraba algo que me fascinaba. De muy chico me interesó la flora y la fauna, sobre todo la fauna, y el Larousse siempre estaba ahí para decirme qué era lo que estaba viendo, aunque el nombre de esa especie hubiera cambiado con los años. Algunas cosas permanecieron eternas, no cambiaron: París, Madrid, Londres fueron inalterables a pesar del tiempo. Otras mutaron en nuevos países, revoluciones sangrientas mediante, cambios en la geopolítica, caprichos de dictadores mal llevados o irreverencias de súper potencias. Una región rica en algo que cambia de manos como un juguete, hoy un país libre y soberano, mañana se transforma en la empresa de una potencia mundial. Cambia su nombre, sus límites, su historia, su estatus. Las guerras, que acumularon muertos y dolor, lograron un pase de manos pero lo mismo se consiguió por otros medios menos truculentos.

 

Ya en aquellos tiempos había que estar atento con alguna gambeta tramposa del Pequeño: Formosa, la Conchinchina, las Guayanas, Indochina, la U.R.S.S. y todos sus satélites ya tenían otros nombres y mucho más después de la caída del muro. Todo ello rodeado de fábulas e historias de espías y fantasías. El Check Point Charlie dejó de ser un punto de contacto en Berlín entre los dos bloques para ser la escenografía de alguna película. Recorrer con la yema de los dedos los mapas del Larousse era cosa seria y viajar con la mente no se hacía esperar. Tardes husmeando los mapas, buscando la isla de Mompracem o cualquier lugar que mencionara Salgari en sus historias. Los viajes del Pequod en Moby Dick y los mares del Sur buscando la travesía del barco comandado por el Capitán Ahab. Con ellos aprendí el concepto de “ficción”. Si en mi niñez hubiera buscado “Balcanes” encontraría sólo un accidente geográfico, algo así como una península de Europa, donde corren a lo largo los montes Balcanes y los Alpes Dináricos. Si hoy lo googlease la encontraría asociada a unas cruentas guerras, las más sangrientas desde la Segunda Guerra Mundial, posteriores a la disolución de Yugoslavia. Una guerra militar que tenía implícito un duro enfrentamiento étnico y que pasó a la Historia junto con el Holocausto de la Alemania nazi y las guerras africanas entre hutus y tutsis.

 

“Un diccionario sin ejemplos es un esqueleto”, dice el Pequeño. Estas crónicas sobre los Balcanes son un relato de mis impresiones después de recorrer durante dos semanas algunas ciudades de la región, por supuesto que con la mirada de un argentino de vacaciones.

 
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